Las manos al final del camino


Estaba ensimismada mirándose las zapatillas. Sentada en el banco con las piernas estiradas, una encima de la otra. Las manos en los bolsillos, en uno de ellos, sus dedos rozando la pequeña foto. Jugando con ella sin ser conscientes. Su mente no estaba. Había salido. Y su cuerpo, paciente, esperaba que volviese. Pero la naturaleza se llevó la paciencia por delante y el estómago advirtió con genio que ya no esperaba más. Laura se dio cuenta entonces que no había desayunado nada. Miró a la anciana, que se había levantado del banco que compartían. Tampoco su estómago estaría muy contento. Quién sabe cuándo fue la última vez que la buena señora habría gozado una comida completa. Sin embargo, ahí estaba, serena, dando paseos en círculo, con las manos entrelazadas a la espalda. Con ese caminar de jubilado al final del camino, con ese gesto de ya no hay nada que hacer. Con el pecho por delante, las manos atadas atrás y la cabeza al suelo. Con el corazón grande, la fuerza débil y la memoria corta. Es curioso cómo habla nuestro cuerpo cuando callamos. El de Laura, de nuevo, empezó a rugir furioso. Tenía hambre y poco le importaba que aquella mente loca que le había tocado en su cabeza hubiese decidido, de madrugada, escaparse de casa, una lujosa mansión con dos cocineras estupendas. Seguro que Sara la recibía con café recién hecho y bollos calientes. ¡Qué instante de felicidad! ¡Pero qué tormenta después, de momentos afilados con reproches, abanicos y pañuelos tan finos que sólo sirven para secar con un dedo la comisura del ojo! Las imágenes se sucedían rápidas en la cabeza de Laura e igual de rápido se calló la boca de su estómago.

– Oiga, su carro. ¿Lo deja aquí?- Laura llamó la atención de la anciana absorta en sus paseos circulares. Ella quería salir ya de aquel parque pero no podía dejar abandonado el carro de cachivaches que servía de hogar a aquella señora.

Se despidió de ella nada más se acercó al banco con un beso en la mejilla. Un beso rápido pero dulce que se llevó pegado en los labios mientras salía hacía la calle.

– Volveremos a vernos- le dijo la anciana

Laura saboreaba esa afirmación mientras andaba despacio con las manos de nuevo en los bolsillos y la cabeza observando cómo se movía el suelo al ritmo de sus pasos. Le extrañaba la convicción de la anciana, tan segura del reencuentro, mientras ella únicamente estaba convencida de que después de un paso daría otro, y después otro, y otro, en un andar sin embargo que no tenía camino definido.

– ¿Qué hace una persona que no sabe dónde va? – pensaba – Supongo que dejar simplemente que los días pasen, que las hojas del calendario caigan únicamente porque cambia el mes, se decía.

De repente un bocinazo estridente la sobresaltó y aceleró su corazón. Había cambiado el semáforo y un coche atolondrado se había cansado de esperar a que ella y sus pensamientos alcanzaran la otra acera. Miró al conductor y él le devolvió una mueca desagradable en un cuerpo histérico por la prisa. Parecía que él sí sabía dónde iba y quería llegar enseguida.

– ¡Qué suerte! – pensó Laura – O no.

Dudaba.

 

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