La vida sonora 2


Miró la cara enfurecida del conductor y luego el paso de cebra. Vio pasar el coche por encima de las líneas blancas sobre fondo negro, rápido, como queriendo olvidar ese momento. Pero ella se quedó mirando las líneas pisoteadas por las ruedas. Pensó que eran bonitas, como teclas de piano, no merecían ese desprecio ni ese ruido de motor rugiendo. Aquel piano chafado había sido su puente al otro lado.

Clavada en ese otro lado, con la mirada perdida, su cabeza empezó a volar de nuevo imaginando aquel piano cebra. Qué diferencia tan grande sentir la música o el ruido, el tiempo o la prisa, la armonía o los trompicones, la suavidad de las notas o la frialdad de la vida cortada simétricamente a cuchilladas por la inercia. Decidió entonces parar ese ritmo monótono y sentarse en el bordillo a escuchar los sonidos. Pasos acelerados, cláxones, acelerones, frenazos, gritos,… Nunca se había parado a pensar que ésa había sido desde siempre la melodía de sus días. No recordaba otros sonidos, más que los que produce un paso de cebra en una gran ciudad, más que los que produce el paso autómata.

Tocó de nuevo la foto de carnet en su bolsillo, la sacó y miro otra vez el rostro de aquel hombre. Le gustaría que la imagen tuviera sonido. Demasiadas imágenes y muy pocos sonidos en la vida que vivimos, pensó. ¿Cómo sería si la verdad fuera sonora, si no necesitáramos ver para creer? Cerró los ojos y se obligó a llamar al silencio. Quería escuchar la voz de aquél hombre de la imagen. Era grave, seguro. Pero dulce también, firme pero a veces entrecortada por el sentimiento. Capaz de ser fuerte y decidida pero también melódica.

– Creo que lo he visto- oyó Laura a su espalda. Tenía los ojos cerrados aunque la foto seguía entre sus manos. Reconoció la voz de la anciana.

– Acaba de pasar por el parque- le dijo.

– ¿Pasaba o paseaba?- le preguntó Laura.

– Pasaba paseando una canción. Silbaba- respondió la señora-

Y Laura decidió en ese momento que lo único que quería era escuchar esa melodía. Cerró los ojos, como si de esa forma fuera capaz de oírla a pesar de que el parque estaba ya lejos y ella tan cerca de la calzada que los motores se hacían los dueños.

La anciana se fue aunque Laura no la vio. Ella siguió con los ojos cerrados. Quería eliminar todos los ruidos y escuchar sólo aquella canción silbada. Pero no era fácil conseguirlo allí, en medio de la calle. Así que abrió los ojos y se dirigió de nuevo al parque. Entre los árboles, los motores dejaron de rugir tan fuerte y volvió a cerrar sus ojos. Pero no escuchaba nada. No paseaba la canción silbada. En su lugar volvían de nuevo las imágenes, rápidas, fugaces, en su mente: Pablo, su madre, su padre, la histeria, su casa, el escándalo, los bollos del desayuno,…

¿Por qué es tan difícil apagar las imágenes incluso con los ojos cerrados y tan imposible oír la vida aún teniendo los oídos atentos? Se dio cuenta entonces que si en vez de pensar en imágenes, pensáramos en sonidos, la vida sería realmente otra. La vida escuchada es mejor, estaba convencida. Más presente, más auténtica, más viva, como la música. Ésa vida sonora, ésa es la que había salido a buscar.

 

 

Para Daniel, que desde bien pequeño podía escuchar incluso el sonido del silencio


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