La playa de la nada


Se acerca el otoño y la playa se vuelve realmente mágica, misteriosa. El silencio de la arena deja oír claramente el sonido de las olas. Puedes cerrar los ojos y sentirte sólo en el mundo pero arropado por las sensaciones: la caricia de la brisa, el ronroneo monótono del mar, la arena fría y húmeda en los pies… Una parada, una gran bocanada de aire y te sientes vivo.

Alberto revive cada vez que sale a correr a la playa una tarde de otoño. No siente tristeza, no es melancolía, es su terapia de autoreconocimiento. Su libertad para detener el tiempo. Baja de casa y salta al vacío. Él sólo, ante el inmenso mar, ante la nada. Le gusta sentirse así, pequeño, insignificante.

Algunas veces se pregunta quién estará al otro lado del horizonte, como él, mirando, pensando. ¿Será hombre, será mujer, qué vida tendrá, qué problemas, será feliz? Ojalá pudiera hablar con él a través de las olas.

Otras veces fija su mirada en la arena, cantidades infinitas de granos diminutos amontonados unos encima de otros, los más frescos abajo, los de arriba sufriendo el sol. Siempre hay clases. Pero aquí el viento es el que gobierna y pone a cada cuál en su sitio. Un gobierno variable, descontrolado, aleatorio.

En otro momento, se imagina a si mismo dentro de 20 o 30 años. Aquí, en la playa, en su caja de la nada. ¿Cómo será entonces? ¿Seguirá mirando al infinito? ¿O se habrá rendido y paseará con los pies y la mirada en el suelo?

 

 

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