Almohadas naturales


Voy a volar, a lanzarme de un salto, a rozar las cimas y rebotar suave, a sentir la caricia de las hojas más altas al pasar por encima. No pasa nada. Hay montañas suaves y mullidas que nunca dejarán que caiga. Almohadas naturales tan bellas y soleadas que es imposible no abrazarlas. Tan fuertes y sensibles que me reconocen al instante y me sonríen. ¡Aquí estamos, lánzate! El camino es estrecho y tiene muchas curvas pero es inevitable. Así es y así será siempre si nosotras te acompañamos, me dicen.

 

El aire entre laderas es fresco y puro, entra fácilmente y llega rápido desde lo alto hasta los pies. Quedaba ya bien poco en los pulmones después de tantas cuestas de piedras grandes pero sobre todo de piedras sueltas, traicioneras, de las que fallan bajo los pies. Ahora todo eso ya no importa. Es el último recuerdo de tierra firme.

 

Una vez hay aire dentro y fuera ya nada importa más que la calma montañosa. Volar con los párpados cerrados pero los ojos abiertos, viendo todo naranja por el sol translúcido que consigue entrar. También el sol, dentro y fuera, sol y aire, ¿qué más se puede pedir? Nada. Sólo dejarla salir, a ella, tan pequeña y sensible, tan fuerte y valiente. Tan discreta y escondida que pasa siempre desapercibida entre capas y capas de envoltorios artificiales, hechos de días y horas repletas de agenda. Entre sol y aire ella es auténtica, no hay materia visible, no hay sonidos de tiempo, sólo presencia. No importan entonces las curvas y desfiladeros, porque es presencia flexible, líquida, escurridiza, segura y alegre. Así vuela, jugando con las esquinas. No es fácil entenderla porque no se trata de entender, sino de sentir. De ser sol y aire a la vez, sol para dar calor siempre que alguien lo necesite, aire para retirar nubes negras siempre que haya sombras. Sólo quien es capaz de volar lleno de sol y aire puede olvidarse del ego y ser libre.

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