Reflejos 4


¡Qué daño le hacían los pies! Llevaba los zapatos que le había regalado su madrina recién llegada de Italia. Esbeltos, elegantes, con tacón fino de plata, sujetos con una sola cinta de negro terciopelo a juego con el tocado que sujetaba su cabello y caía sobre su frente. Laura estaba realmente bella esa tarde. Su diseñador había dirigido la aguja con especial destreza en esta ocasión y había creado un modelo que era la misma Laura en esencia. Eso decía él. Ella también lo creía, o al menos, eso se repetía cada vez que tenía que dejar de respirar para sentarse. Pero la ocasión lo merecía. Era su fiesta de compromiso y sus padres habían preparado hasta el último detalle para celebrar el feliz enlace. Conoció a Pablo en una fiesta similar organizada por la familia Ballester González. Tenía una mirada dulce y pícara a la vez, que aún conservaba aunque pocas veces ya la mostraba. En estos años habían cambiado. A los dos los habían educado con exquisitez para continuar el gran emporio que cada una de las dos familias poseía. La unión, ahora, significaba el nacimiento de la mayor compañía energética del continente. Y, por supuesto, la fiesta estaba siendo un éxito de relaciones sociales, sonrisas y saludos educados.

Poco a poco iba atardeciendo en el jardín. Laura se sentó un momento en una de las sillas más apartadas. Casi no podía respirar pero al menos podía descansar sus pies. La música se oía más suave. Apoyada sobre la mesa se quedó mirando fijamente a sus invitados. Por un momento, imaginó que estaba en el teatro. Los veía lejos, abajo. ¡Qué escena más extraña! Los veía divertirse, sonreír, conversar, pero cada vez más lejanos, borrosos, ajenos. Su madre, hablando con el alcalde, serena, delicada, elegante. Mientras la observaba una duda inexplicable le vino a la mente ¿realmente esa mujer había sido su madre? No recordaba ningún gesto de cariño, ningún abrazo, ningún beso en la frente. ¿Y su padre? Ahí estaba, dando órdenes a Roberto, el mayordomo. Con gesto serio, profundo. Laura cerró los ojos y por mucho que lo intentó no pudo recordar ninguna escena jugando de niña con su padre. Al abrir los ojos vió a Pablo. Se había acercado donde su padre y Roberto. Hablaba con seguridad en los gestos pero cortó rápidamente la conversación al recibir desde lejos el saludo de Ricardo Uralde, el propietario de la mayor naviera del país. Sin dudarlo se acercó a estrecharle la mano. De Pablo sí podía recordar escenas de cariño, de complicidad, de risa, de picardía… La sonrisa le surgió espontánea en la cara fruto de esos recuerdos. Pero se le fue borrando a medida que sus ojos volvían a ver la escena presente. Con cara indefinida, Laura observaba a todas aquellas personas, amigos y familiares pero no se reconocía, se sentía fuera y los veía irreales, como reflejos. De repente, se los imaginó desnudos, en ropa interior. María, su mejor amiga con lencería de raso. Álvaro, su novio, con unos apagados calzoncillos de algodón. Su madre le sorprendió con un picardías rojo que no había visto en su vida. Su padre, calzones de tergal a cuadros. Pablo con el típico bóxer pero el señor Uralde se atrevía con un slip elástico estrechísimo sobre el que rebosaba una barriga llena de hipocresía. Una gran carcajada hizo que todos volviesen la mirada hacia Laura que no pudo parar la siguiente carcajada por mucho que intentó taparse la boca. La risa, cada vez más sonora, dejó a los invitados helados. Un estado que incrementaba, más si cabe, su aspecto irreal. Laura no podía evitar las carcajadas a borbotones y las lágrimas cayéndole por la cara. ¡La obra le pareció tan buena que incluso se levantó a aplaudir!


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