¡Caracoles! 2


¿Nunca se han sentido caracol? Yo creo que cada vez más las personas somos como los caracoles. ¡Caracoles! ¿Si? Pues sí. No somos tan diferentes a esos animalitos pequeños, blandos, que van arrastrándose lentamente por la vida pero que resultan graciosos y muy llamativos sobre todo cuando se descubren durante un paseo por el bosque. Nos aferramos al suelo como ellos y nos dejamos parte de nosotros mismos en el camino dejando un rastro que, si no es baba, bien pudiera ser otro extracto, sustancia o esencia personal.

Vamos siempre con los ojos levantados, con la mirada por delante, y el corazón escondido. Las antenas bien atentas, en alerta, cuidado no nos vayan a aplastar, pero con el campo de visión reducido. Vemos al frente, hacia los lados, pero pocas veces hacia arriba. Vulnerables por ello como los caracoles. Y lentos, muy lentos, diría que incluso más que ellos porque llevamos a cuestas un caparazón pesado, una casa que creemos nuestra y no lo es, una casa que arrastra a su vez toda una vida. Un caparazón que casi todos comprábamos creyendo que nos daba protección y sin embargo resultó ser una concha hueca y frágil pero imposible de quitarse ya de encima. Con la casa a cuestas seguimos caminando, hacía arriba, aferrados a la rama, ondulante, inestable, manejada por el viento a su antojo. Pero nosotros agarrados fuerte, dejándonos la baba o la piel, hacía arriba. ¿Quién sabe que pasará cuando lleguemos a la punta, a lo más estrecho, aguantará nuestro peso? Quizá no y acabemos estrellados en el suelo, o quizá sí y aguantemos aferrados en la punta indefinidamente porque ya no hay más rama que subir, pero ¿y si consiguiéramos de algún modo despegarnos y saltar con la rama como lanzadera? Uf, no sé… puede que sea difícil si somos caracoles.


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