Las montañas de Nuria


Cuando Nuria entró por primera vez a su habitación, tenía 5 años y la habitación 1 ventana. Una ventana con una pared detrás. Pero era bonita, mostraba unas grandes montañas que le hacían soñar cada mañana al despertar. Que la acompañaban cada noche al acostarse. Daban amplitud al estrecho espacio que quedaba entre su cama y la pared de enfrente.

 

Sus pies apenas tocaban de puntillas el suelo al sentarse cada día frente a su ventana a observar ese mundo. Lo tenía muy cerca porque la habitación era muy estrecha, tanto que, al levantarse, su nariz casi tocaba la falda de las montañas. A veces se quedaba ahí minutos que parecian horas, sobre todo cuando acababa de dormir pero todavia no estaba despierta. Le parecían montañas enormes, algunas tenebrosas, oscuras, pero otras verdes, amables. Las que más le gustaban eran las grises, las del fondo. Como nunca entraba la luz del sol, los colores de su ventana siempre eran un poco amarillentos, fruto del portalámparas que nunca llegó a portar nada más que una vieja bombilla.

 

Nuria se recuerda sola en aquella casa a pesar que más gente vivía alrededor. Pero también recuerda vivir muchas historias a través de aquella ventana. Encontró una vez una ardilla mientras paseaba por el sendero. Nunca tuvo un juguete así que quiso llevársela como peluche a su cama. Ella, creo, no estuvo de acuerdo. Por más que Nuria lo intentaba, no se dejaba atrapar así que decidió que en lugar de traerla a su cuarto, iría ella misma a verla cada día. Así es como aprendió a traspasar aquella ventana. No era fácil pero el truco era mirar fijamente al fondo, a las montañas grises, desear tocar aquel horizonte, fijarlo en la mente y cerrar los ojos. Entonces empezaba a volar y cruzaba la ventana.

 

Nada más pasar, podía oler la hierba y sentir el viento en la cara. Empezaba a caminar por el sendero escuchando atentamente sin dejar de mirar al frente. Quería oír sus pasos, sus curiosos ruiditos al masticar o moverse entre las ramas. Una vez estaba segura de haberlos oído, se sentaba junto a un árbol a esperar en silencio. Siempre, siempre, acababa apareciendo. Así, de casualidad, como si tal cosa le rozaba con la cola y le hacía cosquillas. La primera vez que su roce la hizo reir, se sorprendió ella misma y también la ardilla. Bueno, el animalito creo que se asustó un poco porque se escondió y no volvió a salir pasados unos minutos. Pero entonces Nuria se quedó callada, inmóvil, y confió. La ardilla subió a su regazo y se quedó un rato. Un rato de cariño.

 

Desde aquel primer momento, cada día Nuria cruzaba a las montañas y paseaban juntas. No sé si comprendía todo lo que le contaba, pero la niña se lo contaba igual. Era su mejor amiga y a las mejores amigas se les cuenta todo. Ella miraba fijamente a Nuria con sus diminutos ojos negros y sus grandes dientes blancos y la niña sabía que la comprendía, que pensaba lo mismo que ella, que asentía.

 

El tiempo pasaba rápido en la habitación pero lento en las montañas y así, de pronto, llegó el día extraño. Como cada mañana, adormilada, Nuria intentó cruzar la ventana y las montañas le dieron un buen coscorrón en la cabeza. Dolió tanto que se despertó rápido. Abrió los ojos lo más que pudo y se acercó todo lo posible. Miró al fondo pero no distinguía las montañas grises. Las buscaba con la mirada fija pero nada. ¿Estaban ahí? ¿Dónde han ido? Y, sin pensar, alzó la mano y comenzó a tocar el fondo, sin éxito. Rascó, rascó, y de repente, ras, una lámina de papel se rompió a la vez que su inocencia.

 

A Encarna, que, como una niña, también subió a las montañas de Nuria casi sin creerlo.

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