Gotas de luz


Un ronroneo de motor acompaña el traqueteo del camino. Nala se despierta, esta vez, con el sol ya bien alto. Le cuesta abrir los ojos y tiene los labios secos y pegados. Está apoyada sobre el regazo de su tía Beled. La hermana menor de su madre acaricia su pelo y la mira con una sonrisa dulce pero difícil, extraña. Van en la parte trasera de una vieja camioneta junto a unas 12 personas más. Todas saltan al compás de las dificultades del camino y el antojo del conductor.

Beled tiene 25 años y siempre ha tenido una relación muy especial con Nala. Quizá porque la pequeña era la única que entendía su deseo de soñar una vida mejor. La joven ya había visto morir a su hermano pequeño. Un tiro certero a pesar de la pequeña espalda y una rabia intensa, cortante, afilada, que superó al dolor desgarrador. Beled se juró entonces que nunca más permitiría que esa sensación horrible recorriera sus entrañas. Sin embargo, hacía sólo dos días, le rompieron aquel juramento en la cara y de nuevo el infierno le quemó por dentro. La imagen de su hermana violada y desangrada no fue peor que la de su sobrina cayendo a su lado.

Su tía la creía muerta pero Nala solo cayó inconsciente y, al abrir los ojos, pudo regalar a Beled una esperanza. A ella se aferró la joven y no lo pensó. Cogió a la niña, pidió algunos favores y salieron a buscar algo de vida que llevarse a la boca.

Llevaban un día entero viajando sobre el hierro caliente de aquella camioneta pero Nala no se sentía cansada. Solamente le dolía el corazón. Su cuerpo, sin embargo, parecía fuerte y ligero, su cabeza volaba incluso. En la última parada, el conductor y dos de los hombres del grupo habían repasado el mapa y decidido la ruta por la que cruzar la frontera. La discusión fue acalorada entre ellos y dio tiempo a Nala para que su mirada quedara fija en aquel papel raído por las esquinas. Había visto algo parecido en la escuela, cuando vio por primera vez un mapa de África. Le pareció enorme. ¡Qué pequeñita se sintió entonces y qué grande se sentía ahora! ¡Iba a salir del país, qué digo, iba a salir del continente! Allí arriba de la camioneta veía pasar a gran velocidad aldeas, niños alegres, cabras, padres delgados, mercados, madres tristes… Cuentos rotos e inacabados que se quedaban atrás rápidamente pero que Nala reescribía con nuevas escenas. Pensaba de nuevo en aquellas gotas derramadas en su camino a la charca que se escurrían por la tierra. Antes perdidas en la oscuridad opaca, ahora visibles y transparentes entre luz y color. Imaginaba el nuevo mundo; como serían los niños, las madres, los padres, los mercados e incluso las cabras… Seguro que tenían muchos lápices y libros, pensaba. Y mucha agua.

Cuando se hizo de noche, el conductor aminoró la marcha. Parecía buscar algo en la carretera. Beled cogió la mano de Nala de nuevo. Los hombres se pusieron en alerta. Ella, su tía y otra señora un poco mayor eran las únicas mujeres. De repente giraron bruscamente y las luces de la camioneta se apagaron. Las estrellas y la luna los guiaban por una zona de arbustos y pocos árboles. Seguían un estrecho sendero que evidentemente no estaba hecho para vehículos. La señora, temblando, muy nerviosa, se metió la mano debajo de la ropa. Nala la observaba con curiosidad, ¿qué guardaría ahí con tanto celo? ¿por qué viajaría sola?

  • ¿Cómo se llama? – le preguntó.
  • Sssshh – le contesto rápidamente con los ojos asustados, muy grandes.

Su tía le apretó la mano, se tapó la boca con el dedo índice muy rígido y la miro fijamente a los ojos. El silencio había predominado todo el viaje pero ahora pesaba mucho más, era denso y parecía pegarse a la garganta de tal forma que resultaba difícil respirar. ¡Qué sensación más extraña! pensaba Nala. Todos parecían sentir miedo, también su tía estaba tensa. Ella sin embargo no tenia ninguna sensación, quizá indiferencia. No sabía como explicarlo pero se notaba lejos, como si viera todo a través de un cristal.

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